Se rasgó

Vaya susto se debieron llevar los del río Jordán. Les debió parecer que se caía todo sobre sus cabezas. No dice nada de ruido, pero rasgarse suena a rotura y a ruido, no dice se abrió, dice se rasgó. Un miedo tremendo. Dejaba de existir un abismo inmenso entre lo de arriba y lo de abajo, lo del cielo y lo de la tierra. Al rasgarse el cielo caería todo lo de arriba e inundaría la tierra. La primera idea debió ser cubrirse la cabeza, o esconderse para buscar un techo firme que parará todo aquello que podría caer. Qué debió hacer el Bautista. Me gusta hacerme estas preguntas porque de todo el relato los más cercanos a mi son todos ellos. Yo también hubiera estado en la cola de los necesitados de conversión: publícanos, ladrones, prostitutas…
No cayó nada pero si que se llenó la tierra de todo lo divino, se escapo la divinidad por ese ‘siete’ que el cielo se hizo a si mismo.  Lo humano, lo de abajo, unido para siempre a lo de arriba, lo divino. El hombre y la divinidad, lo que está por encima y lo que pisa la tierra. Nunca más estará cerrado, se rasgó para siempre y fue el Espíritu (la Vida, la fuerza de Dios, la fuerza de lo Alto…) lo que pobló la tierra sin destruir, sin golpear al hombre sino señalando al Hombre para encontrarlo. ‘Este es mi Hijo amado…’, miraron, lo buscaron y resulta que estaba junto a los pecadores de este mundo. Este cielo rasgado, entregado, abierto y próximo es el que descubrimos al inicio de la vida pública de Jesucristo. Al final de la vida de este Hombre se vuelve a rasgar el ‘velo del templo’ aquello que escondía y creaba separación entre el hombre y la divinidad.
Mi madre, y sobre todo mi abuela, eran costureras. El hilo, las agujas eran una constante en mi casa. Los remiendos requerían esfuerzo y nunca quedaban igual. Los ‘sietes’ en los pantalones o las camisas dejaban siempre señal en ellas, aunque el remiendo fuera el hecho con las mejores manos y el mayor de los cariños. Una tela rasgada es muy difícil de juntar, de zurcir, de unir.
En mi tarea como miembro de la Iglesia muchas veces me empeño en arreglar ese roto, ese rasguño, ese siete. Me empeño en poner trabas, en crear escaleras, en poner cortinas, en separar y alejar lo divino de lo humano. Parece que mi tarea es esconder o ‘endiosar’ a aquel que quiso hacerse hombre para que no pudiéramos decir nunca más que está lejos, escondido o ausente. Este evangelio de Marcos 1, 7-11 me recuerda que mi tarea no es alejar, ni ‘endiosar’ sino rasgar la distancia, abrir los espacios, proclamar la Palabra a los que están en la cola de este mundo buscando la salvación, un bautismo que cambia el corazón y que están dispuestos a ofrecer su conversión. Que no pierda mucho el tiempo en zurcir el cielo rasgado sino en señalar a aquel que ha sido manifestado Hijo Amado y estaba aquí abajo.
Se rasgo el cielo y… fue para siempre.
 ‘¿Qué hacéis ahí galileos mirando al cielo?’
Al que busco está ahí, en la cola, en los últimos. 
‘Es mi Hijo amado’. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Grito de paz en medio del grito de los inocentes.

El dolor de la víctimas

Dolor compartido