Recuerdos


En el Maestrazgo, de donde vengo y de donde soy, se celebran desde siempre las fiestas de invierno. Santos con capa, como decía un profesor mío. Estamos cerca de San Antonio. Gran fiesta de la noche del diecisiete de enero. Muchos recuerdos de noches frías, de temores infundados, de juegos de niños, de animales que ya no existen…
Salían los demonios y te buscaban, hacían que con fuerza agarrase la mano de mis padres. En cualquier esquina el demonio, con cuernos y rabo, todo ‘royo’ (rojo), con una horca de madera salía para cogerte, rápidamente me cogía a mi madre o a mi padre, apretado fuertemente a sus muslos sentía que no iba a poder conmigo. El demonio insistía, les pega en las piernas o en el culo a mis padres para que me soltaran. Pero siempre eran ellos más fuertes, más valientes. Se iba a por otro niño o me esperaba en la otra esquina. Un demonio que se hacía visible la noche de San Antonio y que terminaba perseguido por todos los niños hasta que tenía que esconderse. El pueblo se llenaba de fiesta. ‘Machos’, caballos y mulas con sus amos salían de sus casas y formaban una procesión hasta la puerta de la iglesia. El cura y lo mayorales repartían un ‘bollete’ y bendecían las bestias. Un acontecimiento increíble, todo el pueblo alrededor de la hoguera, pasando para recoger la caridad y la bendición para aquellos animales que eran el sustento de las casas, de las familias. Y entre todas estas cosas, el mal. El demonio que quería impedir que los niños llegaran a la iglesia, reconocieran el santo. Noche de fiesta, de vino gratis, de baile en el salón del ayuntamiento, de celebración de la tarea bien hecha. Había comenzado llevando muebles viejos y leña para hacer una gran hoguera, a ser posible mayor que la del año anterior.
La hoguera iluminaba la plaza porticada. Todos alrededor de ella calentábamos el cuerpo gélido por el invierno rudo de la montaña. Una vuelta, otra vuelta. Vaso vino y pan para el camino que queda por recorrer. Y en cada esquina la visita inesperada del demonio, del mal que se acercaba para querer atraparte. Pero siempre al lado de los papás, me sentía protegido, sentía otro tipo de calor, el calor de la seguridad del que te quiere, del que no va a soltarte de la mano aunque los cuernos y la horca del malvado te acechen.
Recuerdos de la infancia que no volverá pero que ha dejado una ceniza con brasas perennes de la hoguera de los sentimientos profundos, del amor verdadero, de la tradición vivida intensamente que forjan los cimientos de lo que uno es y siente.
La fiesta de San Antonio es una parábola de la vida de cada día. El mal acechando, las manos que te protegen, la horca que amenaza, la hoguera que calienta el frío de un yo cada vez más solitario…
Daría cualquier cosa por una mano de aquellas, ahora tengo otras gracias a Dios pero eran tan especiales, donde agarrarme y un ‘bollete’ bendecido para continuar rechazando la tentación y vencer los miedos de cada día. 

Comentarios

Vicent ha dicho que…
Me ha resultado muy emotivo tu relato. Narración de tiempos pasados... y tan presentes.

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