Brillar



‘Brilláis como lumbreras del mundo, mostrando una razón para vivir’
(Flp 2, 15d.16a)

En la liturgia de la Palabra de la misa dominical este versículo del Aleluya muchas veces pasa desapercibido. Muchas veces no nos damos cuenta de su contenido ya que tanto antes como después se suele cantar un aleluya, yo lo intento hacer pese a mi ‘desentone’, en el que la mayoría de las personas que participan en la Eucaristía se esfuerzan unirse a ese canto que precede la lectura de la Buena Noticia.
El domingo me llamó la atención el versículo de Filipenses. Es maravilloso. Le va que ni pintado para lo que estábamos celebrando: el Domund y el ‘ser de Dios’. Es el brillo de lo que somos y hacemos lo que nos convierte en misioneros, aquí y allí, en los de al lado y en los que de repente uno se encuentra. Un brillo no sólo de los ojos que aman, sino de los gestos que acogen, acompaña y caminan con el otro. El brillo de la palabra amable, de la ternura de una mirada, de la escucha activa y sincera… El brillo de los abrazos que limpian el polvo de la ofensa y devuelven la verdad del perdón y de la misericordia. Un brillo no pasajero, no anunciado, sino lleno de perseverancia. ¿Acaso no este le brillo de nuestros misioneros en África, en los lugares donde el ébola está llenando de muerte y penumbra elfuturo del hombre? Es un brillo sólido si se fundamenta en el proyecto de vida y no en las acciones sueltas para ser vistas en procesiones iluminadas y multitudinarias donde más que iluminar ciega por el boato y la suntuosidad. El brillo de ser estrellas, pequeñas en muchos casos, que guían procesos de maduración, cambio y desarrollo en pasillos de un colegio, en la acogida de una catequesis, en la visita a un enfermo, en la escucha de un despacho parroquial, en la sonrisa a un vecino en la cola del supermercado, en el buenos días cuando sales de casa o bajas en el ascensor… pequeños destellos de estrellas que no se agotan. Para esa perseverancia, para que esa luz sea constante y no intermitente, que sólo sirve para llamar la atención como en los coches, debemos tener un sólido proyecto, una razón para vivir. Esta es la clave, es la esencia de ser ‘luz del mundo’ y no destello, para brillar y no cegar. La razón para vivir es creemos de una vez que el hombre es de Dios, que lo que soy, lo que hago, lo que vivo, mi libertad, el tesoro de mi dignidad, la voluntad, la fuerza, la capacidad de amar, la tierra, lo creado… y por lo tanto los otros… es de Dios, son de Dios.  Lo más importante y constitutivo de mi existencia es de Dios y por lo tanto la razón de mi vida no es servir a ningún ‘cesar’ que se apropia de mi sino darle a Dios lo que soy, vivo, busco y consigo. Ser de alguien que nos quiere, que nos ama, que se ha hecho uno de nosotros tiene que llenar nuestra existencia de la alegría y la esperanza de una promesa que se hará realidad, ser hijos amados. Esta es la clave de nuestro brillo, darse, sin guardar nada, con la generosidad de la lámpara encendida que no se puede apagar, para que el otro vea, confíe, se caliente, crezca, no caiga, se sienta querido… Darle a Dios lo que es de Dios lleva consigo darse a los otros, hijos de Dios como yo y presencia de Dios en medio del mundo… ‘cuando a uno de estos vistáis, acompañéis, escuchéis, acojáis…’

No te importe brillar, al contrario hazlo, pero no ciegues, deja que los otros vean, sientan y sean. 

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