Un locura

La otra noche me invitaron a una oración. Nos teníamos que desplazar a otra ciudad. Los compromisos adquiridos con anterioridad nos retrasaron en la salida. Íbamos a llegar tarde. Éramos tres. Yo no conocía a uno de los que venían. No importó mucho, corriendo cogimos el coche y nos pusimos en marcha después de saludarnos. Cuarenta y cinco minutos de camino hacía el lugar de encuentro. Llovía. No sé podía ir más rápido, hay que ser prudentes. Llegamos tarde, un poco más de media hora tarde. La puerta estaba cerrada. Había un folio con un teléfono apuntado: 624… No sabíamos si llamar o no. Llamamos pensando que seguro que había empezado tarde. Salió un joven a abrir la puerta. Nos saludó muy amablemente, ni un reproche. ‘Gracias por venir’. Nos esperaba otro a la entrada de la capilla para darnos una vela y poder incorporarnos a la oración. Estaba próxima la fiesta de Pentecostés, y la oración ecuménica de la espiritualidad de Taizé, giraba entorno a la unidad. Nos sentamos y dejamos pasar el tiempo. De cinco partes que habían programado iban por la mitad de la tercera. Fue muy fácil ponerse en presencia del Señor. Todavía tuvimos el regalo de treinta y cinco minutos de encuentro con el Señor en la comunidad que estaba orando. Terminó, nos invitaron a un té y unas pastas, no nos quedamos teníamos que regresar y nos quedaban cuarenta y cinco minutos de camino, a las otras dos personas que viajaron conmigo media hora más. Eran fiestas en el pueblo cuando regresamos, se notaba en el ambiente. Seguía lloviendo.
Al regresar uno de los que viajamos dijo que quizá había sido una locura. ¿Locura? Quizá pero seguimos al más loco, como dice la frase de una camiseta que tengo. No fue una locura. Fue una gozada. ¿Hay gozo en la locura? Quizá solo se goce en la locura. Dejarse llevar por el corazón, romper tópicos, salirse de los carriles de la sociedad, ver más allá de la realidad material, ‘perder’… Descubrí que lo importante es lo que verdaderamente tenemos en común: Cristo. Él nos puso en camino. Él nos convocó. Él era lo que me unía al que conocí en ese momento y que me acompañó. Los tres lo teníamos en común. Descubrí que la puerta de nuestras casas debe estar abierta para los ‘de Cristo’ a cualquier hora, que hay que abrir con amabilidad, que los que ‘son de Cristo’ no molestan. Fue una maravilla sentirme en mi casa, aunque era la primera vez que iba a ese convento, cuando descubrí un grupo de personas alrededor de la Cruz, aportando su luz, cantando, escuchando la Palabra, aportando su fe para que ilumine al otro… Descubrí que vivo en el error al valorar las cosas por el tiempo que duran o que se emplea en ellas, por la duración, por la cantidad. ¿Cuánto dura una sonrisa? La oración duró poco más de media hora. Estaba en un error, también en esto. La oración de esa noche comenzó el día de la invitación. El recuerdo de la hora de salida la mañana anterior, los cuarenta y cinco minutos de ir y los mismos de volver, la sonrisa al acogerme, el conocer a una persona que ha puesto a Cristo en el centro de su vida, las charlas durante el viaje, el pastel que compartieron conmigo… también formaron parte de la oración.
¡¡Bendita locura!! El pueblo estaba de fiesta. Yo me sentía protagonista de una gran Fiesta, de una maravillo Encuentro, el anfitrión había sido muy bueno conmigo, los otros invitados me llenaron de la presencia de Él. ¡¡Que dure esta locura!!

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